ESTE MUNDO DE LA INJUSTICIA GLOBALIZADA
Por José Saramago (Premio Nobel de
Literatura 1998)
(Este texto fue leído en la clausura del Foro Mundial
Social reunido en Porto Alegre Brasil y publicado por EL PAIS en 06-02-2002)
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho
notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia
hace más de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este
importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la
moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del
relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando
los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito
se oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de
algo sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo
del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella
campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que
no constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron
por lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres
sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el
atrio de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar.
La campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes
después se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral. Pero, no
siendo éste el hombre encargado de tocar habitualmente la campana, se comprende
que los vecinos le preguntasen dónde se encontraba el campanero y quién era el
muerto. 'El campanero no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana',
fue la respuesta del campesino. 'Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?',
replicaron los vecinos, y el campesino respondió: 'Nadie que tuviese nombre y
figura de persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está
muerta'.
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del
lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo
cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la
pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El
perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y
finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la
justicia. Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado,
decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del
mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez
pensase que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar
todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres,
que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la
muerte de la Justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal
que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las
fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría que
despertar al mundo adormecido... No sé lo que sucedió después, no sé si el
brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su
sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron
resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los
días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo...
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier
parte del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de
tanto tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia.
Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas
la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este
instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa,
alguien la está matando. Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese
existido para aquellos que habían confiado en ella, para aquellos que esperaban
de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia: justicia,
simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y nos confunde
con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le vendasen los
ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta
más hacia un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia
compañera cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el
sinónimo más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan
indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable para la vida es
el alimento del cuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda,
siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una
justicia que fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una
justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto
por el derecho a ser que asiste a cada ser humano.
Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo
para llorar a los que morían. Doblaban también para señalar las horas del día y
de la noche, para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un
tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que
convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y a los
incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la comunidad.
Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las
obligaciones rituales y el gesto iluminado del campesino de Florencia se vería
como la obra desatinada de un loco o, peor aún, como simple caso policial.
Otras y distintas son las campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la
posibilidad de implantar en el mundo aquella justicia compañera de los hombres,
aquella justicia que es condición para la felicidad del espíritu y hasta, por
sorprendente que pueda parecernos, condición para el propio alimento del
cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de hambre o
de tantas dolencias incurables para unos y no para otros. Si hubiese esa
justicia, la existencia no sería, para más de la mitad de la humanidad, la
condenación terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz
se extiende, cada vez más fuerte, por todo el mundo, son los múltiples
movimientos de resistencia y acción social que pugnan por el establecimiento de
una nueva justicia distributiva y conmutativa que todos los seres humanos
puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya; una justicia protegida por
la libertad y el derecho, no por ninguna de sus negaciones. He dicho que para
esa justicia disponemos ya de un código de aplicación práctica al alcance de
cualquier comprensión, y que ese código se encuentra consignado desde hace
cincuenta años en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y
esenciales de los que hoy sólo se habla vagamente, cuando no se silencian
sistemáticamente, más desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que
estuvieran, hace cuatrocientos años, la propiedad y la libertad del campesino
de Florencia. Y también he dicho que la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, tal y como está redactada, y sin necesidad de alterar siquiera una
coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la rectitud de
principios y a la claridad de objetivos, a los programas de todos los partidos
políticos del mundo, expresamente a los de la denominada izquierda,
anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar cara a la
brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes y
temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad racional y
sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de los seres humanos.
Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme en estos términos a
los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos
locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en su
conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado
sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del
adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en
marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me
autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine,
diré entonces que, si no intervenimos a tiempo -es decir, ya- el ratón de los
derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la
globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos
atenienses ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y
políticas concretas del momento, y según la expresión consagrada, un Gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a
personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por
simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable
la situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, será
precisamente en el marco de un sistema democrático general como más
probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos
satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de que
el sistema de gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos
democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad que podemos
votar, es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que
se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un partido,
escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la
relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas
que la necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un Gobierno. Todo
esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción
democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un
Gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido,
no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que
gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente,
al poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento,
regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio
que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la
democracia. Todos sabemos que así y todo, por una especie de automatismo verbal
y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando
de la democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos
queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los
gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no
bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o para
mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se
van convirtiendo cada vez más en meros comisarios políticos del poder
económico, con la misión objetiva de producir las leyes que convengan a ese
poder, para después, envueltas en los dulces de la pertinente publicidad
oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar
demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente
descontentas...
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la
guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a
las congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el
sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase,
intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ése no se discute.
Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos, entonces,
entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables, urge, antes de que
se nos haga demasiado tarde, promover un
debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la
intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las
relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre
aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la
felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la
humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la
componen, uno a uno y todos juntos. No hay peor engaño que el de quien se
engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo.
No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra
para pedir un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir
una vez más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por
favor.
TALLER REFLEXIVO: Una
vez leído y comprendido el texto, el estudiante abordará las siguientes
temáticas, unas expresadas directamente en la publicación y otras, tendrán que
ser ampliadas a través de la consulta por otros medios.
1.
Según el texto de Saramago, ¿Qué es y qué
significa La Justicia?
2.
Relacione el texto leído, con la situación
actual de Colombia, colocando un ejemplo claro de ello.
3.
En el texto se habla de los Derechos Humanos,
su necesidad e importancia. Opine al respecto.
4.
La Democracia, como el sistema de gobierno
más universal, recibe una crítica por parte del autor. ¿Usted la comparte?¿En
qué?
5.
Exprese una opinión general del texto.